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LOS MONSTRUOS AUTÓCTONOS

escribe GUSTAVO FERNÁNDEZ
 

Apariciones de OVNIs y monstruos desde la más remota antigüedad.

         A veces tengo la fuerte impresión de que esos seres a los que tratamos de monstruosidades son pantallazos percibidos de la vida existente en dimensiones paralelas. Polizones, que alguna irregularidad en el continuum espaciotemporal dejó caer en nuestro mundo. La imposibilidad de su captura (pero su demostrada realidad física); la alteración de sus morfologías (un mismo ente suele aparecer con formas distintas); lo cíclico de sus reapariciones (como si en determinadas épocas y lugares se abrieran circunstanciales “ventanas” interdimensionales) abonan esta concepción. Son típicos fenómenos forteanos, manifestaciones de origen aparentemente artificial o inteligente que escapan no sólo a nuestras clasificaciones sino también a las más elementales conclusiones que puede dictarnos la lógica, y que toman su nombre de Charles Fort, escritor y buceador de lo desconocido de principios de siglo.

         Creo, en realidad, que se trata de entes que se nos manifiestan con esas particulares morfologías, lo que equivale a decir que es casi seguro que no los vemos tal cual en realidad son. Quién sabe. Después de todo, tal vez el mismo origen tenga el propio fenómeno OVNI, el fenómeno “forteano” por excelencia.

         Así que voy a relatar aquí varias crónicas de monstruos. Como el “ukamar zupai” y otros, con orígenes perdidos en las brumas del tiempo. Otros, en cambio, inquietantemente contemporáneos. Todos, fieles exponentes de mitos legendarios que, a diferencia del folklore habitual, no quedan relegados al pasado sino que extienden las sombras de sus presencias hasta aquí y ahora. Y cuando uno, como es mi caso, tiene encuentros cercanos con algunas de esas experiencias –alucinatorias, dirán algunos; reales, sospecharán otros pero, después de todo, ¿qué es lo “real”?– atraviesa varias etapas.

         Primero, dudar de la propia cordura. Después (porque, aunque alardeamos de que no nos importa el “qué dirán”, vivimos en sociedad, y eso pesa) la incertidumbre de contarlo o no, ya que seguramente sí serán los otros quienes harán girar el dedo índice sobre la sien. Y, finalmente, volcarlo por escrito: a fin de cuentas, depende del juicio de los lectores la credibilidad, sin abundar en párrafos novelescos, de las propias experiencias y de la reflexión de los mismos comprender –como yo he hecho– la relación que tienen estos eventos tan cercanos en el espacio geográfico de uno con la presencia de extraterrestres. ¿Y si estos entes fueran parte de un experimento que inteligencias alienígenas vienen efectuando sobre nuestro planeta para evaluar la adaptabilidad de especies o razas exógenas a esta biosfera?. De ser así, estas entidades serían meros “conejitos de Indias”, ratas de laboratorio soltadas en el laberinto de nuestro mundo.

 

Provincia de Salta: gritos en la noche

         Todos, alguna vez, hemos oído hablar del “yeti” o “abominable hombre de las nieves”, ese desagradable bípedo peludo, de unos dos metros promedio de altura, cubierto por duras cerdas rojizas y que, despidiendo un olor fétido, se entretiene en sembrar las nieves del Himalaya con sus huellas, o hacer fugaces apariciones asustando a desprevenidos pastores mientras se alimenta con los ojos y testículos de bueyes solitarios que ataca, a los cuales mata de un formidable golpe de puño en la testa.

         Desde su primera aparición oficial ante una expedición franco-suiza en enero de 1919, cuando las ya remotas leyendas tibetanas –que hablan, no ya de uno, sino de familias de yetis, las cuales se pasean desde las sombras del pasado– ganaron la opinión pública, ésta se dividió en dos bandos irreconciliables. Al igual que lo que pasara con el mucho más publicitado monstruo de Loch Ness –lago escocés que albergaría algunos bichos parecidos a plesiosaurios antediluvianos a quienes los lugareños apodaron cariñosamente “Nessies”– quienes defendían la hipótesis de su existencia llevaron, durante decenios, las de perder. En las últimas dos décadas, con sobrados elementos tecnológicos a nuestro favor (y digo “nuestro” porque, mea culpa, yo soy uno de los delirantes que afirma su existencia) y con otro paradigma en la mentalidad de algunos popes científicos, las pruebas a favor de la existencia de ambos crecieron hasta límites insdospechados, si bien en esta cuestión, en honor a la verdad, no existe límite alguno. En la actualidad, Nessie prácticamente figura en las enciclopedias de historia natural, y en cualquier momento uno de los grandes zoológicos del mundo tendrá un yeti haciendo monerías dentro de una jaula.

         Este último, cuyo nombre deriva de las palabras en idioma nepalés “yeh” (“bestia salvaje”) y “teh” (lugar rocoso), tiene –o tuvo– desde las más remotas memorias autóctonas y hasta 1955 o 1956, su réplica en la provincia argentina de Salta, en toda la región de Tolar Grande  –más concretamente en los alrededores de los pueblos de Tolar Grande, Caipe, Quebrada de Agua Chuya, las cercanías del Salar de Arizaro, Morro del Pilar, Qutilipi, Chicoana y Socompa– la que se vio estremecida, en principio, por las apariciones de extraños artefactos luminosos en el cielo que luego de evolucionar sobre los poblados parecían descender en las montañas. A fines de 1955, el fragor de una violenta explosión repercutió en la zona de Tolar Grande. La misma fue atribuída por los lugareños al choque de una presunta nave espacial contra el nevado Macón, que ellos  habían visto sobrevolar en distintas oportunidades por sus alrededores. Posteriormente, fueron hallados restos metálicos en las laderas del cerro, y el 13 de abril de 1956 nuevamente fueron observados, durante todo el día, raros objetos en el Salar de Arizaro. Integrantes de un campamento de la Dirección de Vialidad y miembros de Gendarmería Nacional Argentina fueron testigos. Los últimos, obtuvieron fotografías.

         Aún más; un comunicado oficial hecho público por Gendarmería ratificó el suceso: se trataría de aeronaves que tendrían ¡trescientos metros de largo por cincuenta de ancho!, y cilíndricas. Su color era metálico. Cerca del extremo delantero podía observarse una franja oscura. No presentaban los planos de sustentación de las alas ni timones de profundidad y deriva, lo que no les impidió efectuar bruscos y escarpados virajes. Cientos de metros detrás de ellos se formó una columna de humo que permaneció cuatro horas en el aire.

         En enero del año siguiente, luego de escalar el Macón, regresó la expedición del doctor José Cerato. Éste relató que al llegar a la cima del macizo, encontraron “rastros muy similares a los que podrían dejar máquinas muy pesadas, de base plana, que hubieran aterrizado ahí”.

         Unos meses antes, en julio, el geólogo polaco Claudio Level Spitch, indiscutida autoridad en minerales radiactivos, mientras cumplimentaba una misión de su especialidad en el mismo cerro, había descubierto huellas de un ser bípedo, a más de 5700 metros de altura, de aproximadamente cuarenta centímetros de longitud cada una. Spitch, al formular declaraciones al periódico El Tribuno, destacó la extraña similitud de su hallazgo con las marcas dejadas por el Yeti en el Tibet. “Las huellas determinadas en la cumbre del imponente Macón exceden toda posibilidad humana”, remarcó el científico.

         Informantes oficiosos afirmaron también haber observado huellas de características humanas pero de proporciones gigantescas, tanto en las heladas arenas del cerro como en sus propias pampas de nieve.

         Ellas aparecieron con mayor nitidez en dos oportunidades: la primera cuando se produjo la comentada conmoción en una de sus laderas, y la segunda a pocas semanas de la incursión de los “cigarros voladores”.

         En esos días, el arriero Ernesto Salitonlay se encontró en una hondonada con “un extraño ser cubierto por espesa pelambre” el cual al verlo profirió agudos gritos. Los animales que llevaba se asustaron tanto ante tan singular presencia, que parecía un ágil y enorme mono que sin pensarlo dos veces el arriero abrió fuego contra él con su rifle, y aunque no dio en el blanco logró ponerlo en fuga. Se presentó luego al destacamento policial de Quebrada de Agua Chuya, iniciándose una investigación.

         A mediados de agosto, el minero Benigno Hoyo (aunque parezca un chiste: no hay mejor apellido para un minero que ése) recorría la zona de Quitilipi en busca de minerales, en las cercanías del Morro del Pilar, pero lo sorprendió la noche y para colmo debía soportar una inesperada tormenta de nieve, decidiéndose entonces a buscar refugio en una caverna. Allí tuvo la sorpresa de su vida: un ignoto “ser de gran tamaño, comparable con un oso”, lo acechaba desde la oscuridad. Asustado, disparó el arma que llevaba consigo, escuchando desgarradores lamentos que le dieron la presunción de haber hecho impacto.

         En la región andina donde se desarrollaron estos sucesos no hay monos ni osos. Se trata, pues, del “ukamar zupai”, como lo llaman los kollas que habitan esas soledades. La descripción que éstos hacen del mismo es semejante a la de los aborígenes tibetanos respecto de su Yeti. Presenta silueta humana, aunque cubierta de pelos; su cabeza es curiosamente puntiaguda, camina verticalmente sobre dos miembros como un hombre, pero al correr proyecta su cuerpo hacia delante a la manera de los osos; al verse descubierto emite chillidos discordantes y a veces lanza indescriptibles lamentos humanos.

         Los nativos de los pueblos montañeses escuchaban en esa época, durante el crepúsculo y con el lógico temor, gritos de fuerte resonancia. Entre las peñas, donde abundan los cóndores y águilas de la Puna de Atacama, solían encontrarse pájaros muertos o malheridos, con sus nidos saqueados.

         En una expedición arqueológica organizada por el Club Andino del Norte en colaboración con la Universidad del Tucumán se hallaron, al norte del Salar de Arizaro, los cadáveres semidevorados de una especie de “cabra de cuatro cuernos”, raza tan extraña casi como las nuevas huellas gigantescas descubiertas.

         A diferencia del Yeti tibetano, el Ukamar Zupai (“diablo de las peñas”, traducido literalmente) salteño, al menos aparentemente, ha desaparecido en la actualidad. Sin embargo, aisladamente, en otras oportunidades y en distintas regiones fueron vistos extraños seres de este tipo.

         A esta altura cabe acotar algunas reflexiones: ¿qué interpretación podemos darle a estas casi fantasmagóricas apariciones?. ¿Tripulantes de naves extraterrestres?. ¿Residuos perdidos de antiquísimas etnias?. Quién sabe...

         Y toda la región que nos ocupa –es decir, noroeste de Argentina, compuesto por las provincias de Jujuy, Salta, Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca, La Rioja, norte de Chile y sur de Bolivia– tiene una antigua tradición “platillista” que se remonta a los tiempos en que los incas dominaban la zona. Quizás todo comenzó allá, a principios de nuestra era, cuando los incas sobrevivientes del combate de Uspallata contra las patrióticas tribus huarpes observaron –al regresar derrotados a su impero– extrañas esferas de fuego bajo el cielo, que creen señal de congratulación de Inti Viracocha, el dios Sol, con su fracaso.

 

Provincia de Buenos Aires: el Dientudo de Ranelagh.

         Ubicamos esta increíble historia en la ciudad bonaerense de Ranelagh, a diez kilómetros de la Capital Federal, en febrero de 1963; un poblado de bajas construcciones, de muchas calles aún sin pavimentar, de arroyuelos contaminados y alrededores oscuros por las noches. Un poblado que durante ocho días con sus noches fue asolado por las terroríficas visitas de un ente bautizado por la prensa como “el dientudo”.

         La descripción es significativa: alto (un metro ochenta centímetros, o más), delgado, cubierto de un vello parduzco, ojos muy brillantes (diríamos, ¿fosforescentes?) y dos colmillos extraordinariamente largos que le dan su apodo.

         Visto por numerosos testigos en horas de la noche, en las cercanías de un desvencijado puentecillo de las priximidades, hirió en sus ataques a un par de lugareños. Pero su objeto de especial atención eran los perros: mató a varios, aparentemente para devorarlos, según evidenciaban sus restos y una noche, un agente de policía apostado de vigilancia (pues superando la aparente incredulidad oficial y periodística, la policía no podía ignorar la masa de testimonios) logró avistarlo y abrir fuego sobre él con su arma reglamentaria. En la mañana siguiente los investigadores hallaron junto a las huellas del ser restos de sangre, indicio de que había sido herido.

         A partir de entonces, jamás volvió a ser visto. Y es válida la presunción de la gente del lugar de que fue herido de muerte, cayendo al apestoso arroyo en cuya agreste ribera se cobijaba, para desaparecer.

 

Provincia de Mendoza: el abominable Fuentes

         Sin duda puede resultar risible este apodo, dado a un pequeño ser, de un metro diez centímetros de altura, peludo, de rostro estremecedoramente humano, que en el invierno de 1978 asoló a las granjas cercanas a los pequeños poblados precordilleranos de la provincia de Mendoza, devorando gallinas, cerdos y cabras e infructuosamente perseguido por los perjudicados chacareros y jamás atrapado.

         En realidad, todas las provincias cuyanas y especialmente Mendoza (Arg.) se han transformado en puntos recurrentes para las manifestaciones forteanas. Recordemos, a título ilustrativo, que en la época en que el abominable Fuentes hacía sus travesuras, en los alrededores de la propia ciudad de Mendoza un embozado y ágil individuo de galera, capa, bastón y ojos fosforescentes se divertía asustando a desprevenidos noctámbulos. A algunos centenares de kilómetros un ser similar –o el mismo– pero ostentando una brillante luz amarilla sobre el pecho, sorprendió a un destacamento de Gendarmería Nacional con un salto en la noche que, virtualmente, lo llevó a sobrevolar a los soldados. Todo esto podría suponerse una mera fantasía o una mistificación de la prensa sensacionalista si no hubiera encontrado, desempolvando mi archivo, una crónica que se remonta al Londres de 1890 donde, en sucesivas apariciones a lo largo de dos años, un insólito ente denominado “Springle Jack” (algo así como “Jack el Saltarín”) aterró a londinenses, civiles y bobbies por igual, destacados en su captura.

         Se lo describía como un individuo, de unos dos metros de altura, muy delgado, largas piernas, ojos fosforescentes; capa, galera y una luz muy brillante en el centro del pecho que, haciendo honor a su nombre, andaba a los saltos por sobre las cabezas de la gente, sin otro propósito definido.

         La sincronicidad (para referirnos a un vocablo tan caro a la psicología jungiana) de estos seres, por sobre las fronteras del espacio y el tiempo, nos pone de manifiesto la realidad, cuanto menos sociológica, de estos fenómenos.

         Recordemos también respecto a esta provincia que para 1983, en la Pampa de Palunco y el área de Las Vizcacheras eran observadas con frecuencia arañas gigantes, no de unos treinta o cuarenta centímetros de diámetro como la expresión haría suponer, sino de... ¡dos metros de diámetro! en campos petrolíferos de la ex YPF no solamente por obreros –rápidamente desprestigiados por los directivos de la empresa bajo la acusación de alcohólicos– sino también por técnicos, ingenieros y pilotos de aviones.

         Uno de ellos me comentaba semanas después –estando yo de paso hacia la “Caverna de las Brujas”, de la que hablaré en otra ocasión– en la penumbra de un tugurio con pretensiones de bar a un costado de la ruta, que a propósito mintió en su informe el verdadero tamaño de una de esas “arañas” que observó correr desde unos doscientos metros de distancia, a la que atribuyó públicamente unos “tres” metros de diámetro ya que, sin duda, el apodo de delirante que se ganó entre sus superiores se habría visto acentuado si hubiera manifestado los diez metros que en realidad le atribuyó. Y no muy lejos de una zona tan “forteana”, los turistas aún hoy visitan el Pozo de las Ánimas, una enorme hoya volcánica llena de agua donde los huarpes creían que las almas de los difuntos tenían su entrada al infierno, por lo común que era observar –quedan relatos aun escritos del siglo pasado– sobre su vertical, evolucionar esferas luminosas sin orden ni concierto y de gran tamaño, que terminaban precipitándose al fondo del cenote. ¿Una colonial base subacuática de OVNIs, quizás?.

 

Los “hombres-gato” de Rafael Calzada

         Esta extraña enumeración de apariciones de seres con un comportamiento y una morfología que los identifica más como “elementales” o producto de una actividad goética que como animales o humanoides de origen y evolución netamente natural no puede quedar completa sin la mención de lo que entonces conmocionó a una populosa localidad del sur del conurbano bonaerense: la ciudad de Quilmes, extendiéndose hasta San Francisco Solano y Rafael Calzada. Se trata de la aparición de los que fueron llamados, en su momento, “hombres gato”.

         La historia comenzó en realidad en las páginas policiales de los periódicos, cuando se informó de ataques sexuales a varias jóvenes de la zona por parte de “uno o más individuos disfrazados”; altos, de más de ciento ochenta centímetros estando, al parecer, cubiertos de pelaje oscuro, y además lo que llamaba la atención de los investigadores era la increíble agilidad de que hacían gala.

         En efecto, cuando las tropelías se sucedieron en demasía, la policía comenzó a tender los cercos con vistas a capturarlos. Pero esto sólo evidenció la habilidad de que eran poseedores, pues sus escapes de redadas prácticamente perfectas eran impresionantes. En ocasiones, se afirmaba que uno de estos seres había sido rodeado en un terreno baldío, aparentemente escondido entre los matorrales, pero cuando treinta o cuarenta hombres cargaron sobre ese punto se encontraron con la sorpresa de que el ente se había esfumado.

         A medida que pasaba el tiempo las apariciones se multiplicaron. Lo que dio la pauta de que se lidiaba con un número significativo de seres –se habló de hasta un centenar– era que en una misma noche eran múltiples las observaciones en puntos muy alejados. Los vecinos, al observar la impotencia policial, comenzaron a tomar sus propios recaudos, se armaron, y la emprendieron a tiros con todo bulto que se moviera en la noche. Algunos de estos casos son interesantes. En una ocasión, por ejemplo, una familia escuchó aterrada cómo algo golpeaba y arañaba su ventana. Sus gritos alertaron a algunos vecinos, quienes salieron a la calle con tiempo de observar cómo una delgada silueta peluda y negruzca ganaba la oscuridad. Dos de estos observadores estaban armados, por lo que se echaron en persecución del ser, disparándole a distancias no superiores a cinco metros. Dos veces, según los testimonios, el ente cayó al suelo por el impacto de los balazos pero en ambos casos se levantó y continuó corriendo como si nada le hubiese afectado.

         Corría 1985 y por ese entonces me encontraba yo dictando cursos para varios alumnos que tenía en la zona, por lo que no pude permanecer ajeno a los hechos. Consulté a la policía local, pero ante la imposibilidad de obtener mayor información (había, según me informaron, órdenes expresas de que ningún civil participara en las redadas, aun en el caso de que fuese periodista o investigador) me resigné a enterarme de más por los canales convencionales. El tiempo, sin embargo, me reservaba una sorpresa.

         Un hecho sugestivo que ocurría en la zona por ese entonces era el desmesurado incremento de lo que la gente del lugar llamaba “posesiones”. Sacerdotes católicos, pastores evangelistas y oficiantes umbandistas (que en el lugar pululan) recibían una media muy superior a lo normal de solicitudes diarias para exorcizar personas o viviendas.

         Creía yo entonces que el fenómeno de los “hombres gato” se debía quizás a un grupo bien organizado y entrenado de individuos que buscaban aterrorizar esos parajes con fines desconocidos. O quizás no tanto: había recibido informaciones de buena fuente de que en las cercanías del epicentro del fenómeno se habían instalado recientemente varios “terreiros” de una nueva agrupación de Umbanda cuyos integrantes directivos acababan de llegar de la hermana república del Uruguay. Incluso se me acercaron –atemorizados– testigos de extraños ritos en bosquecillos aledaños a los centros poblados como, por ejemplo, el llamado “Monte de los Curas” en San Francisco Solano. Y como el “exorcismo” –adecuadamente arancelado– era el negocio principal de esta gente, pensaba yo que todo muy bien podía deberse a una táctica genialmente montada con miras a asegurarles dividendos por largo tiempo.

         Pero entonces ocurrió algo que me obligó a cambiar mis puntos de vista. Una de estas familias con “poseídos” en su seno, a quienes les fui recomendado, requirieron mi opinión. En este caso debía ocuparme de una niña, hija de los dueños de casa que todas las noches, exactamente a las dos de la mañana comenzaba con sus crisis caracterizadas por gritos ininteligibles, llanto, convulsiones y taquicardia. Los médicos y un psiquiatra consultados habían arriesgado los diagnósticos convencionales, pero hasta ese momento habían fracasado en la terapéutica. De allí, la intención de los directos afectados en consultar a un parapsicólogo.

         Así es que una noche decidí montar guardia en la vivienda de la familia "C." (guardo reserva sobre sus nombres por su expreso pedido) junto a los padres de la muchacha y otros dos hombres, tíos de ésta. A las once de la noche la niña se dirigió al humilde dormitorio y concilió rápidamente el sueño. Los demás, en tanto, permanecimos en la cocina, conversando, bebiendo café y turnándonos en vigilar a la aparente afectada.

         A medida que nos acercábamos a las dos de la mañana la tensión, aunque disimulada en los comentarios, indudablemente iba en aumento. Exactamente a las dos, la niña comenzó a gritar. Y en tropel nos dirigimos los cinco al dormitorio.

         Elena (uso su nombre de pila) dormía y gritaba en sueños. Pero mi atención fue capturada en realidad por lo que ocurría fuera de la casa o, mejor dicho, sobre ella; en el techo se escuchaban pesadas pisadas como si un hombre caminara en círculos. Uno de los hombres corrió a buscar un arma, mientras los demás hicimos lo propio hacia la única ventana de la habitación.

         En aquel momento, “eso” (lo que fuera) aparentemente se dejó caer desde el techo al suelo, frente a esa pequeña ventana y muy cerca de ella; tan cerca que yo mismo, circunstancialmente a la cabeza del grupo, sólo vi una sombra que cubría las estrellas –lo único visible en una noche oscura como la tinta– y un gran cuerpo peludo cubriendo la misma. Mi reacción fue absolutamente instintiva: diez años de práctica en artes marciales hacen que muchos reflejos sean condicionados y ante el peligro el instinto de huída se transforma en un instinto de ataque: me tendí hacia delante, descargando con mi puño izquierdo un golpe sobre ese torso oscuro. Hoy, en situación de frío observador, entiendo que lo mío fue una estupidez.

         Lo cierto es que bajo mi mano sentí una sensación repugnante; era un cuerpo muy frío, mucho más de lo que su presunción de mamífero daba a suponer, increíblemente blando; en este sentido la imagen táctil más aproximada que puedo dar es una bolsa de cuero rellena con gelatina. Las cerdas eran duras, y casi perpendiculares a la piel, o al menos así me pareció. Sorpresivamente, el ser se desplazó hacia una esquina de la casa, de forma que al asomarnos por la ventana ya le habíamos perdido de vista.

         Salimos a la carrera. Yo me asomé por la ventana, pero el verdadero barrial que rodeaba a la vivienda –hacía varios días que llovía intermitentemente– no permitía distinguir huella apreciable alguna.

         En ese momento comprendí que, fuese lo que fuera el extraño ser, estaba estrechamente ligado a los pensamientos de elena y, quién podía dudarlo, nadie podía estar tranquilo respecto de su seguridad.

         Pero hay algo más. En esos días, pobladores de la zona completamente aterrorizados y desilusionados por los fracasos en la investigación policial comenzaron a solicitar en gran número el apoyo de profesionales en parapsicología, buena parte de ellos provenientes de localidades muy alejadas del epicentro de los hechos (lo que invalida la suposición de que los propios colegas zonales incentivaran los rumores con fines monetarios).

         Me consta que muchos de ellos también interpretaron a los “hombres gato” como subproducto o consecuencia de actividades goéticas (obsérvese que tenían, morfológicamente y en cuanto a sus conductas, gran parecido a súcubos, los demonios medioevales que se materializaban para atacar sexualmente o perturbar la paz espiritual de los hombres): la violenta desaparición de los fenómenos unos días más tarde, casi tan violenta como fue su irrupción en las vidas de estas gentes sencillas, me ha convencido de que fue el esfuerzo psíquico conjunto de un número grande de entrenados expertos lo que puso fin a esta pesadilla.

  Articulo extraido de la publicacion de Gustavo Fernandez -

Al Filo de la Realidad

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