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LOS MONSTRUOS AUTÓCTONOS
escribe GUSTAVO FERNÁNDEZApariciones de OVNIs y monstruos desde la
más remota antigüedad.
A veces tengo la fuerte impresión de que esos seres a los que tratamos de
monstruosidades son pantallazos percibidos de la vida existente en dimensiones
paralelas. Polizones, que alguna irregularidad en el continuum espaciotemporal
dejó caer en nuestro mundo. La imposibilidad de su captura (pero su demostrada
realidad física); la alteración de sus morfologías (un mismo ente suele aparecer
con formas distintas); lo cíclico de sus reapariciones (como si en determinadas
épocas y lugares se abrieran circunstanciales “ventanas” interdimensionales)
abonan esta concepción. Son típicos fenómenos forteanos, manifestaciones de
origen aparentemente artificial o inteligente que escapan no sólo a nuestras
clasificaciones sino también a las más elementales conclusiones que puede
dictarnos la lógica, y que toman su nombre de Charles Fort, escritor y buceador
de lo desconocido de principios de siglo.
Creo, en realidad, que se trata de entes que se nos manifiestan con esas
particulares morfologías, lo que equivale a decir que es casi seguro que no los
vemos tal cual en realidad son. Quién sabe. Después de todo, tal vez el mismo
origen tenga el propio fenómeno OVNI, el fenómeno “forteano” por
excelencia.
Así que voy a relatar aquí varias crónicas de monstruos. Como el “ukamar
zupai” y otros, con orígenes perdidos en las brumas del tiempo. Otros, en
cambio, inquietantemente contemporáneos. Todos, fieles exponentes de mitos
legendarios que, a diferencia del folklore habitual, no quedan relegados al
pasado sino que extienden las sombras de sus presencias hasta aquí y ahora. Y
cuando uno, como es mi caso, tiene encuentros cercanos con algunas de esas
experiencias –alucinatorias, dirán algunos; reales, sospecharán otros pero,
después de todo, ¿qué es lo “real”?– atraviesa varias
etapas.
Primero, dudar de la propia cordura. Después (porque, aunque alardeamos
de que no nos importa el “qué dirán”, vivimos en sociedad, y eso pesa) la
incertidumbre de contarlo o no, ya que seguramente sí serán los otros quienes
harán girar el dedo índice sobre la sien. Y, finalmente, volcarlo por escrito: a
fin de cuentas, depende del juicio de los lectores la credibilidad, sin abundar
en párrafos novelescos, de las propias experiencias y de la reflexión de los
mismos comprender –como yo he hecho– la relación que tienen estos eventos tan
cercanos en el espacio geográfico de uno con la presencia de extraterrestres. ¿Y
si estos entes fueran parte de un experimento que inteligencias alienígenas
vienen efectuando sobre nuestro planeta para evaluar la adaptabilidad de
especies o razas exógenas a esta biosfera?. De ser así, estas entidades serían
meros “conejitos de Indias”, ratas de laboratorio soltadas en el laberinto de
nuestro mundo.
Provincia de Salta: gritos en la
noche
Todos, alguna vez, hemos oído hablar del “yeti” o “abominable hombre de
las nieves”, ese desagradable bípedo peludo, de unos dos metros promedio de
altura, cubierto por duras cerdas rojizas y que, despidiendo un olor fétido, se
entretiene en sembrar las nieves del Himalaya con sus huellas, o hacer fugaces
apariciones asustando a desprevenidos pastores mientras se alimenta con los ojos
y testículos de bueyes solitarios que ataca, a los cuales mata de un formidable
golpe de puño en la testa.
Desde su primera aparición oficial ante una expedición franco-suiza en
enero de 1919, cuando las ya remotas leyendas tibetanas –que hablan, no ya de
uno, sino de familias de yetis, las cuales se pasean desde las sombras del
pasado– ganaron la opinión pública, ésta se dividió en dos bandos
irreconciliables. Al igual que lo que pasara con el mucho más publicitado
monstruo de Loch Ness –lago escocés que albergaría algunos bichos parecidos a
plesiosaurios antediluvianos a quienes los lugareños apodaron cariñosamente
“Nessies”– quienes defendían la hipótesis de su existencia llevaron, durante
decenios, las de perder. En las últimas dos décadas, con sobrados elementos
tecnológicos a nuestro favor (y digo “nuestro” porque, mea culpa, yo soy uno de
los delirantes que afirma su existencia) y con otro paradigma en la mentalidad
de algunos popes científicos, las pruebas a favor de la existencia de ambos
crecieron hasta límites insdospechados, si bien en esta cuestión, en honor a la
verdad, no existe límite alguno. En la actualidad, Nessie prácticamente figura
en las enciclopedias de historia natural, y en cualquier momento uno de los
grandes zoológicos del mundo tendrá un yeti haciendo monerías dentro de una
jaula.
Este último, cuyo nombre deriva de las palabras en idioma nepalés “yeh”
(“bestia salvaje”) y “teh” (lugar rocoso), tiene –o tuvo– desde las más remotas
memorias autóctonas y hasta 1955 o 1956, su réplica en la provincia argentina de
Salta, en toda la región de Tolar Grande –más concretamente en los
alrededores de los pueblos de Tolar Grande, Caipe, Quebrada de Agua Chuya, las
cercanías del Salar de Arizaro, Morro del Pilar, Qutilipi, Chicoana y Socompa–
la que se vio estremecida, en principio, por las apariciones de extraños
artefactos luminosos en el cielo que luego de evolucionar sobre los poblados
parecían descender en las montañas. A fines de 1955, el fragor de una violenta
explosión repercutió en la zona de Tolar Grande. La misma fue atribuída por los
lugareños al choque de una presunta nave espacial contra el nevado Macón, que
ellos habían visto sobrevolar en
distintas oportunidades por sus alrededores. Posteriormente, fueron hallados
restos metálicos en las laderas del cerro, y el 13 de abril de 1956 nuevamente
fueron observados, durante todo el día, raros objetos en el Salar de Arizaro.
Integrantes de un campamento de la Dirección de Vialidad y miembros de
Gendarmería Nacional Argentina fueron testigos. Los últimos, obtuvieron
fotografías.
Aún más; un comunicado oficial hecho público por Gendarmería ratificó el
suceso: se trataría de aeronaves que tendrían ¡trescientos metros de largo por
cincuenta de ancho!, y cilíndricas. Su color era metálico. Cerca del extremo
delantero podía observarse una franja oscura. No presentaban los planos de
sustentación de las alas ni timones de profundidad y deriva, lo que no les
impidió efectuar bruscos y escarpados virajes. Cientos de metros detrás de ellos
se formó una columna de humo que permaneció cuatro horas en el
aire.
En enero del año siguiente, luego de escalar el Macón, regresó la
expedición del doctor José Cerato. Éste relató que al llegar a la cima del
macizo, encontraron “rastros muy similares a los que podrían dejar máquinas muy
pesadas, de base plana, que hubieran aterrizado
ahí”.
Unos meses antes, en julio, el geólogo polaco Claudio Level Spitch,
indiscutida autoridad en minerales radiactivos, mientras cumplimentaba una
misión de su especialidad en el mismo cerro, había descubierto huellas de un ser
bípedo, a más de 5700 metros de altura, de aproximadamente cuarenta centímetros
de longitud cada una. Spitch, al formular declaraciones al periódico El Tribuno,
destacó la extraña similitud de su hallazgo con las marcas dejadas por el Yeti
en el Tibet. “Las huellas determinadas en la cumbre del imponente Macón exceden
toda posibilidad humana”, remarcó el científico.
Informantes oficiosos afirmaron también haber observado huellas de
características humanas pero de proporciones gigantescas, tanto en las heladas
arenas del cerro como en sus propias pampas de
nieve.
Ellas aparecieron con mayor nitidez en dos oportunidades: la primera
cuando se produjo la comentada conmoción en una de sus laderas, y la segunda a
pocas semanas de la incursión de los “cigarros
voladores”.
En esos días, el arriero Ernesto Salitonlay se encontró en una hondonada
con “un extraño ser cubierto por espesa pelambre” el cual al verlo profirió
agudos gritos. Los animales que llevaba se asustaron tanto ante tan singular
presencia, que parecía un ágil y enorme mono que sin pensarlo dos veces el
arriero abrió fuego contra él con su rifle, y aunque no dio en el blanco logró
ponerlo en fuga. Se presentó luego al destacamento policial de Quebrada de Agua
Chuya, iniciándose una investigación.
A mediados de agosto, el minero Benigno Hoyo (aunque parezca un chiste:
no hay mejor apellido para un minero que ése) recorría la zona de Quitilipi en
busca de minerales, en las cercanías del Morro del Pilar, pero lo sorprendió la
noche y para colmo debía soportar una inesperada tormenta de nieve, decidiéndose
entonces a buscar refugio en una caverna. Allí tuvo la sorpresa de su vida: un
ignoto “ser de gran tamaño, comparable con un oso”, lo acechaba desde la
oscuridad. Asustado, disparó el arma que llevaba consigo, escuchando
desgarradores lamentos que le dieron la presunción de haber hecho
impacto.
En la región andina donde se desarrollaron estos sucesos no hay monos ni
osos. Se trata, pues, del “ukamar zupai”, como lo llaman los kollas que habitan
esas soledades. La descripción que éstos hacen del mismo es semejante a la de
los aborígenes tibetanos respecto de su Yeti. Presenta silueta humana, aunque
cubierta de pelos; su cabeza es curiosamente puntiaguda, camina verticalmente
sobre dos miembros como un hombre, pero al correr proyecta su cuerpo hacia
delante a la manera de los osos; al verse descubierto emite chillidos
discordantes y a veces lanza indescriptibles lamentos
humanos.
Los nativos de los pueblos montañeses escuchaban en esa época, durante el
crepúsculo y con el lógico temor, gritos de fuerte resonancia. Entre las peñas,
donde abundan los cóndores y águilas de la Puna de Atacama, solían encontrarse
pájaros muertos o malheridos, con sus nidos
saqueados.
En una expedición arqueológica organizada por el Club Andino del Norte en
colaboración con la Universidad del Tucumán se hallaron, al norte del Salar de
Arizaro, los cadáveres semidevorados de una especie de “cabra de cuatro
cuernos”, raza tan extraña casi como las nuevas huellas gigantescas
descubiertas.
A diferencia del Yeti tibetano, el Ukamar Zupai (“diablo de las peñas”,
traducido literalmente) salteño, al menos aparentemente, ha desaparecido en la
actualidad. Sin embargo, aisladamente, en otras oportunidades y en distintas
regiones fueron vistos extraños seres de este tipo.
A esta altura cabe acotar algunas reflexiones: ¿qué interpretación
podemos darle a estas casi fantasmagóricas apariciones?. ¿Tripulantes de naves
extraterrestres?. ¿Residuos perdidos de antiquísimas etnias?. Quién
sabe...
Y toda la región que nos ocupa –es decir, noroeste de Argentina,
compuesto por las provincias de Jujuy, Salta, Santiago del Estero, Tucumán y
Catamarca, La Rioja, norte de Chile y sur de Bolivia– tiene una antigua
tradición “platillista” que se remonta a los tiempos en que los incas dominaban
la zona. Quizás todo comenzó allá, a principios de nuestra era, cuando los incas
sobrevivientes del combate de Uspallata contra las patrióticas tribus huarpes
observaron –al regresar derrotados a su impero– extrañas esferas de fuego bajo
el cielo, que creen señal de congratulación de Inti Viracocha, el dios Sol, con
su fracaso.
Provincia de Buenos Aires: el Dientudo de
Ranelagh.
Ubicamos esta increíble historia en la ciudad bonaerense de Ranelagh, a
diez kilómetros de la Capital Federal, en febrero de 1963; un poblado de bajas
construcciones, de muchas calles aún sin pavimentar, de arroyuelos contaminados
y alrededores oscuros por las noches. Un poblado que durante ocho días con sus
noches fue asolado por las terroríficas visitas de un ente bautizado por la
prensa como “el dientudo”.
La descripción es significativa: alto (un metro ochenta centímetros, o
más), delgado, cubierto de un vello parduzco, ojos muy brillantes (diríamos,
¿fosforescentes?) y dos colmillos extraordinariamente largos que le dan su
apodo.
Visto por numerosos testigos en horas de la noche, en las cercanías de un
desvencijado puentecillo de las priximidades, hirió en sus ataques a un par de
lugareños. Pero su objeto de especial atención eran los perros: mató a varios,
aparentemente para devorarlos, según evidenciaban sus restos y una noche, un
agente de policía apostado de vigilancia (pues superando la aparente
incredulidad oficial y periodística, la policía no podía ignorar la masa de
testimonios) logró avistarlo y abrir fuego sobre él con su arma reglamentaria.
En la mañana siguiente los investigadores hallaron junto a las huellas del ser
restos de sangre, indicio de que había sido herido.
A partir de entonces, jamás volvió a ser visto. Y es válida la presunción
de la gente del lugar de que fue herido de muerte, cayendo al apestoso arroyo en
cuya agreste ribera se cobijaba, para desaparecer.
Provincia de Mendoza: el abominable
Fuentes
Sin duda puede resultar risible este apodo, dado a un pequeño ser, de un
metro diez centímetros de altura, peludo, de rostro estremecedoramente humano,
que en el invierno de 1978 asoló a las granjas cercanas a los pequeños poblados
precordilleranos de la provincia de Mendoza, devorando gallinas, cerdos y cabras
e infructuosamente perseguido por los perjudicados chacareros y jamás
atrapado.
En realidad, todas las provincias cuyanas y especialmente Mendoza (Arg.)
se han transformado en puntos recurrentes para las manifestaciones forteanas.
Recordemos, a título ilustrativo, que en la época en que el abominable Fuentes
hacía sus travesuras, en los alrededores de la propia ciudad de Mendoza un
embozado y ágil individuo de galera, capa, bastón y ojos fosforescentes se
divertía asustando a desprevenidos noctámbulos. A algunos centenares de
kilómetros un ser similar –o el mismo– pero ostentando una brillante luz
amarilla sobre el pecho, sorprendió a un destacamento de Gendarmería Nacional
con un salto en la noche que, virtualmente, lo llevó a sobrevolar a los
soldados. Todo esto podría suponerse una mera fantasía o una mistificación de la
prensa sensacionalista si no hubiera encontrado, desempolvando mi archivo, una
crónica que se remonta al Londres de 1890 donde, en sucesivas apariciones a lo
largo de dos años, un insólito ente denominado “Springle Jack” (algo así como
“Jack el Saltarín”) aterró a londinenses, civiles y bobbies por igual,
destacados en su captura.
Se lo describía como un individuo, de unos dos metros de altura, muy
delgado, largas piernas, ojos fosforescentes; capa, galera y una luz muy
brillante en el centro del pecho que, haciendo honor a su nombre, andaba a los
saltos por sobre las cabezas de la gente, sin otro propósito
definido.
La sincronicidad (para referirnos a un vocablo tan caro a la psicología
jungiana) de estos seres, por sobre las fronteras del espacio y el tiempo, nos
pone de manifiesto la realidad, cuanto menos sociológica, de estos
fenómenos.
Recordemos también respecto a esta provincia que para 1983, en la Pampa
de Palunco y el área de Las Vizcacheras eran observadas con frecuencia arañas
gigantes, no de unos treinta o cuarenta centímetros de diámetro como la
expresión haría suponer, sino de... ¡dos metros de diámetro! en campos
petrolíferos de la ex YPF no solamente por obreros –rápidamente desprestigiados
por los directivos de la empresa bajo la acusación de alcohólicos– sino también
por técnicos, ingenieros y pilotos de aviones.
Uno de ellos me comentaba semanas después –estando yo de paso hacia la
“Caverna de las Brujas”, de la que hablaré en otra ocasión– en la penumbra de un
tugurio con pretensiones de bar a un costado de la ruta, que a propósito mintió
en su informe el verdadero tamaño de una de esas “arañas” que observó correr
desde unos doscientos metros de distancia, a la que atribuyó públicamente unos
“tres” metros de diámetro ya que, sin duda, el apodo de delirante que se ganó
entre sus superiores se habría visto acentuado si hubiera manifestado los diez
metros que en realidad le atribuyó. Y no muy lejos de una zona tan “forteana”,
los turistas aún hoy visitan el Pozo de las Ánimas, una enorme hoya volcánica
llena de agua donde los huarpes creían que las almas de los difuntos tenían su
entrada al infierno, por lo común que era observar –quedan relatos aun escritos
del siglo pasado– sobre su vertical, evolucionar esferas luminosas sin orden ni
concierto y de gran tamaño, que terminaban precipitándose al fondo del cenote.
¿Una colonial base subacuática de OVNIs, quizás?.
Los “hombres-gato” de Rafael
Calzada
Esta extraña enumeración de apariciones de seres con un
comportamiento y una morfología que los identifica más como “elementales” o
producto de una actividad goética que como animales o humanoides de origen y
evolución netamente natural no puede quedar completa sin la mención de lo que
entonces conmocionó a una populosa localidad del sur del conurbano bonaerense:
la ciudad de Quilmes, extendiéndose hasta San Francisco Solano y Rafael Calzada.
Se trata de la aparición de los que fueron llamados, en su momento, “hombres
gato”.
La historia comenzó en realidad en las páginas policiales de los
periódicos, cuando se informó de ataques sexuales a varias jóvenes de la zona
por parte de “uno o más individuos disfrazados”; altos, de más de ciento ochenta
centímetros estando, al parecer, cubiertos de pelaje oscuro, y además lo que
llamaba la atención de los investigadores era la increíble agilidad de que
hacían gala.
En efecto, cuando las tropelías se sucedieron en demasía, la policía
comenzó a tender los cercos con vistas a capturarlos. Pero esto sólo evidenció
la habilidad de que eran poseedores, pues sus escapes de redadas prácticamente
perfectas eran impresionantes. En ocasiones, se afirmaba que uno de estos seres
había sido rodeado en un terreno baldío, aparentemente escondido entre los
matorrales, pero cuando treinta o cuarenta hombres cargaron sobre ese punto se
encontraron con la sorpresa de que el ente se había
esfumado.
A medida que pasaba el tiempo las apariciones se multiplicaron. Lo que
dio la pauta de que se lidiaba con un número significativo de seres –se habló de
hasta un centenar– era que en una misma noche eran múltiples las observaciones
en puntos muy alejados. Los vecinos, al observar la impotencia policial,
comenzaron a tomar sus propios recaudos, se armaron, y la emprendieron a tiros
con todo bulto que se moviera en la noche. Algunos de estos casos son
interesantes. En una ocasión, por ejemplo, una familia escuchó aterrada cómo
algo golpeaba y arañaba su ventana. Sus gritos alertaron a algunos vecinos,
quienes salieron a la calle con tiempo de observar cómo una delgada silueta
peluda y negruzca ganaba la oscuridad. Dos de estos observadores estaban
armados, por lo que se echaron en persecución del ser, disparándole a distancias
no superiores a cinco metros. Dos veces, según los testimonios, el ente cayó al
suelo por el impacto de los balazos pero en ambos casos se levantó y continuó
corriendo como si nada le hubiese afectado.
Corría 1985 y por ese entonces me encontraba yo dictando cursos para
varios alumnos que tenía en la zona, por lo que no pude permanecer ajeno a los
hechos. Consulté a la policía local, pero ante la imposibilidad de obtener mayor
información (había, según me informaron, órdenes expresas de que ningún civil
participara en las redadas, aun en el caso de que fuese periodista o
investigador) me resigné a enterarme de más por los canales convencionales. El
tiempo, sin embargo, me reservaba una sorpresa.
Un hecho sugestivo que ocurría en la zona por ese entonces
era el desmesurado incremento de lo que la gente del lugar llamaba “posesiones”.
Sacerdotes católicos, pastores evangelistas y oficiantes umbandistas (que en el
lugar pululan) recibían una media muy superior a lo normal de solicitudes
diarias para exorcizar personas o viviendas.
Creía yo entonces que el fenómeno de los “hombres gato” se debía quizás a
un grupo bien organizado y entrenado de individuos que buscaban aterrorizar esos
parajes con fines desconocidos. O quizás no tanto: había recibido informaciones
de buena fuente de que en las cercanías del epicentro del fenómeno se habían
instalado recientemente varios “terreiros” de una nueva agrupación de Umbanda
cuyos integrantes directivos acababan de llegar de la hermana república del
Uruguay. Incluso se me acercaron –atemorizados– testigos de extraños ritos en
bosquecillos aledaños a los centros poblados como, por ejemplo, el llamado
“Monte de los Curas” en San Francisco Solano. Y como el “exorcismo”
–adecuadamente arancelado– era el negocio principal de esta gente, pensaba yo
que todo muy bien podía deberse a una táctica genialmente montada con miras a
asegurarles dividendos por largo tiempo.
Pero entonces ocurrió algo que me obligó a cambiar mis puntos de vista.
Una de estas familias con “poseídos” en su seno, a quienes les fui recomendado,
requirieron mi opinión. En este caso debía ocuparme de una niña, hija de los
dueños de casa que todas las noches, exactamente a las dos de la mañana
comenzaba con sus crisis caracterizadas por gritos ininteligibles, llanto,
convulsiones y taquicardia. Los médicos y un psiquiatra consultados habían
arriesgado los diagnósticos convencionales, pero hasta ese momento habían
fracasado en la terapéutica. De allí, la intención de los directos afectados en
consultar a un parapsicólogo.
Así es que una noche decidí montar guardia en la vivienda de la familia
"C." (guardo reserva sobre sus nombres por su expreso pedido) junto a los padres
de la muchacha y otros dos hombres, tíos de ésta. A las once de la noche la niña
se dirigió al humilde dormitorio y concilió rápidamente el sueño. Los demás, en
tanto, permanecimos en la cocina, conversando, bebiendo café y turnándonos en
vigilar a la aparente afectada.
A medida que nos acercábamos a las dos de la mañana la tensión, aunque
disimulada en los comentarios, indudablemente iba en aumento. Exactamente a las
dos, la niña comenzó a gritar. Y en tropel nos dirigimos los cinco al
dormitorio.
Elena (uso su nombre de pila) dormía y gritaba en sueños. Pero mi
atención fue capturada en realidad por lo que ocurría fuera de la casa o, mejor
dicho, sobre ella; en el techo se escuchaban pesadas pisadas como si un hombre
caminara en círculos. Uno de los hombres corrió a buscar un arma, mientras los
demás hicimos lo propio hacia la única ventana de la
habitación.
En aquel momento, “eso” (lo que fuera) aparentemente se dejó caer desde
el techo al suelo, frente a esa pequeña ventana y muy cerca de ella; tan cerca
que yo mismo, circunstancialmente a la cabeza del grupo, sólo vi una sombra que
cubría las estrellas –lo único visible en una noche oscura como la tinta– y un
gran cuerpo peludo cubriendo la misma. Mi reacción fue absolutamente instintiva:
diez años de práctica en artes marciales hacen que muchos reflejos sean
condicionados y ante el peligro el instinto de huída se transforma en un
instinto de ataque: me tendí hacia delante, descargando con mi puño izquierdo un
golpe sobre ese torso oscuro. Hoy, en situación de frío observador, entiendo que
lo mío fue una estupidez.
Lo cierto es que bajo mi mano sentí una sensación repugnante; era un
cuerpo muy frío, mucho más de lo que su presunción de mamífero daba a suponer,
increíblemente blando; en este sentido la imagen táctil más aproximada que puedo
dar es una bolsa de cuero rellena con gelatina. Las cerdas eran duras, y casi
perpendiculares a la piel, o al menos así me pareció. Sorpresivamente, el ser se
desplazó hacia una esquina de la casa, de forma que al asomarnos por la ventana
ya le habíamos perdido de vista.
Salimos a la carrera. Yo me asomé por la ventana, pero el verdadero
barrial que rodeaba a la vivienda –hacía varios días que llovía
intermitentemente– no permitía distinguir huella apreciable
alguna.
En ese momento comprendí que, fuese lo que fuera el extraño ser, estaba
estrechamente ligado a los pensamientos de elena y, quién podía dudarlo, nadie
podía estar tranquilo respecto de su seguridad.
Pero hay algo más. En esos días, pobladores de la zona completamente
aterrorizados y desilusionados por los fracasos en la investigación policial
comenzaron a solicitar en gran número el apoyo de profesionales en
parapsicología, buena parte de ellos provenientes de localidades muy alejadas
del epicentro de los hechos (lo que invalida la suposición de que los propios
colegas zonales incentivaran los rumores con fines
monetarios).
Me consta que muchos de ellos también interpretaron a los “hombres gato” como subproducto o consecuencia de actividades goéticas (obsérvese que tenían, morfológicamente y en cuanto a sus conductas, gran parecido a súcubos, los demonios medioevales que se materializaban para atacar sexualmente o perturbar la paz espiritual de los hombres): la violenta desaparición de los fenómenos unos días más tarde, casi tan violenta como fue su irrupción en las vidas de estas gentes sencillas, me ha convencido de que fue el esfuerzo psíquico conjunto de un número grande de entrenados expertos lo que puso fin a esta pesadilla.
Al Filo de la Realidad
Revista electrónica del Centro de Armonización
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